Madrid. Ya está. Sin discusión. He tenido la suerte, por ocio o por trabajo, de conocer gran cantidad de ciudades dentro y fuera de España, pero es Madrid, sin duda la que pongo y creo que pondré siempre la primera de la lista. Y no lo digo porque en ella esté la Capilla Sixtina del fútbol mundial, que también. Y tampoco lo digo porque sea un gran experto en la ciudad y conozca los mejores sitios y trucos para sacarle partido más allá de lo que pueda hacer un turista cualquiera. Porque no lo soy.
A mí precisamente me enamora el Madrid a pecho descubierto, el que está más a la vista, el de las guías y los libros, el que yo llamo el Madrid de pacomartinezsoria, el de Colón, Recoletos, Cibeles, Sol, Preciados, Montera, Gran Vía, Alcalá, Chueca, plaza Mayor o La Latina. El del Prado, el Thyssen y CaixaForum. El de Cervantes, Góngora, Quevedo y Lope de Vega. El Madrid de los Austrias; el de Pérez Reverte y Alatriste. El Madrid de Sabina. De día y de noche. Para hacer fotos o correrme una juerga. Para tapear o ir de compras. O para hacer una breve escala de unas horas camino de otro sitio.
Sé que existe otro Madrid caótico, alejado del concepto humanidad, voraz, dañino, violento, financiero, administrativo, quisquilloso y poco sensible. Un Madrid en el que no hay quien viva sino es por obligación o porque no se tiene otra cosa. Pero yo no pienso en eso cuando voy a Madrid. No me importa reconocerlo: llego, me meto en mi papel de paleto, intento evitar que se me caiga la baba y disfruto como un niño cada una de las horas que paso allí.